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Por The New York Times

La quinta temporada de “The Crown” aborda uno de los momentos más sombríos de la monarquía

La reina Isabel II no siempre fue una figura tremendamente popular. 1992 fue un año terrible para la monarca.

10.11.2022 13:16

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2022-11-10T13:16:00-03:00
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Por The New York Times | Sarah Lyall

Tal como se muestra en los nuevos episodios de la serie superexitosa de Netflix, la reina Isabel II no siempre fue una figura tremendamente popular. 1992 fue un año terrible para la monarca.

Es 1991 en el Reino Unido. En el Palacio de Buckingham, la reina Isabel II, ahora de unos venerables 65 años, se pone cómoda en su trigésimo noveno año en el trono. En el 10 de Downing Street, ya no está Margaret Thatcher, que un año antes ha sido defenestrada de manera salvaje por integrantes traicioneros de su propio partido. Su sustituto como primer ministro, un John Major gris e inefectivo, no ha logrado reparar una economía anquilosada que ha caído en recesión. Es un momento incierto y soso.

Ahí es donde nos encontramos al entrar a la quinta temporada de The Crown. Como suele pasar con esta serie tan vista, tan discutida y a menudo ridiculizada, los nuevos episodios ya han suscitado quejas airadas de los críticos, que dicen que se distorsiona el registro histórico al inventar conversaciones, motivaciones y comportamientos. La principal objeción hasta el momento es que es un error insinuar, tal como hace el primer episodio, que el príncipe Carlos (interpretado por Dominic West) intentara persuadir al primer ministro (Jonny Lee Miller) de que obligar a su madre a abdicar para tomar su lugar.

Inmerso en una inusual indignación pública, Major, quien dejó el cargo en 1997 y ahora tiene 79 años, emitió un comunicado deplorando la insinuación de que tal conversación sucediera, calificándola de “un barril de tonterías”. En The Times of London, la actriz Judi Dench se unió al cargamontón, diciendo que la serie a veces resultaba “injustamente cruel a las personas y dañina a la institución que representan”. Instó a Netflix a que en cada episodio incluya un aviso de “esto no es cierto”. (La publicidad de Netflix describe al programa como una “dramatización ficticia”, pero los episodios en sí no llevan tal aclaración).

Más recientemente, otro primer ministro, Tony Blair, quien fue el sucesor de Major en 1997, criticó una escena posterior en la que a él (interpretado por Bertie Carvel) se le pide que allane el camino para que el ahora divorciado Carlos deje de lado las objeciones de sus padres y se case con su novia, Camila Parker Bowles. “No debería sorprender que esto es total y absoluta basura”, dijo un vocero de Blair a The Daily Telegraph.

La temporada empieza a emitirse el miércoles, cuando los televidentes podrán juzgar por sí mismos qué es lo que se siente real, qué se siente ridículo y cuánto están dispuestos a suspender la incredulidad. (Por ejemplo, si bien Elizabeth Debicki resulta asombrosamente persuasiva como Diana, princesa de Gales, ¿importa que, con 1,90 metros, se alza imponente por encima de todos en la pantalla? Discutan).

Pero no hay nada qué decir sobre la premisa subyacente de que el principio deprimente de los años noventa en el Reino Unido fue un tiempo incierto para la monarquía. La época de la deferencia había terminado. Los Windsor ya no podían contar con la buena fe de la prensa de los tabloides, que empezó a tratarlos —a menudo con la ayuda encubierta de Diana, quien promovía su propia versión de los hechos— como intérpretes de una telenovela. La familia real se encontraba en la incómoda posición de tener que defender su propia relevancia.

Al perdurar hasta entrado el siglo XXI, el reinado de Isabel, por supuesto, se volvería increíblemente popular, y ella una figura imponente y muy querida que servía como vínculo a una época pasada de deber y estoicismo que reflejaba la mejor imagen que el Reino Unido tenía de sí mismo. Pero en 1991, esos mismos valores que la harían tan respetada después, parecían anticuados y pesados. En un sondeo de Gallup realizado tres años antes, el 59 por ciento de los participantes dijeron que consideraban que Isabel debía cederle el trono a Carlos.

Tal como muestra un astuto montaje del primer episodio de la quinta temporada, ser la reina era aburrido de una forma que los súbditos de Isabel eran capaces de apreciar, porque nunca veían la monotonía detrás de los ropajes. Gran parte de su tiempo se pasaba en actividades dignas pero de un tedio similar al de ver secar pintura. (The Crown la presenta dando un discurso al Comité de Mercadeo de Leche sobre el tema de su “moderno complejo de lácteos”).

Su mera aparición, que luego resultaría reconfortante por su familiaridad, tan parte del mobiliario nacional como los billetes de libra en los que aparecía su efigie, parecía en aquel entonces gritar “irrelevante”. Su estilo juvenil había dado paso a trajes de señora mayor, zapatos sensatos, sombreros pintorescos y un peinado gris inmutable e inamovible.

Acusada en The Crown de sufrir del “síndrome reina Victoria” —aferrarse al trono después de su fecha de caducidad— Isabel (Imelda Staunton) declara que le parece un halago que la comparen con su tatarabuela. “Me sentiría orgullosa si me describieran con las cualidades que la gente usa para caracterizarla: constancia, estabilidad, calma, servicio”.

Pero, tal como los televidentes verán en esta temporada, esa calma superficial escondía una turbulencia subyacente. Ya estaban plantadas las semillas de la discordia y las dificultades y estaban por salirse de control.

En aquel momento, Isabel llevaba 44 años casada con su marido, el príncipe Felipe, en una unión sólida que duraría hasta la muerte de él en 2021. Sobrevivió rumores difusos de que Felipe ocasionalmente era infiel, como los hombres de clase alta de su generación, en este caso supuestamente debido a su sentimiento de impotencia por ser constitucionalmente inferior que su esposa. (La nueva serie también ha causado críticas por subrayar su “amistad”, como él la describe, con la condesa Mountbatten de Birmania, una hermosa y joven aristócrata interpretada por Natascha McElhone, quien es introducida por él al picante deporte de las carreras de carruajes).

El hijo mayor de los Windsor, Carlos, príncipe de Gales, llevaba consigo un aire perpetuo de una melancolía hamletiana. Su principal activo era su glamurosa esposa, Diana, cuya presencia electrizante le había dado a la monarquía emoción, atractivo sexual y, gracias a su trabajo caritativo personal, una sensación de conexión con el ciudadano común.

Lástima que Carlos no soportara a Diana. O que su prolongado amorío con Camila, entonces casada con su esposo de toda la vida, estuviera a punto de hacerse público en varias formas vergonzosas, como la filtración, en 1993, de la cinta en la que fantaseaba con entusiasmo sobre ser el tampón de ella. (Tras la muerte de Diana, por supuesto, Carlos y Camila acabarían por casarse; ahora son el rey y la reina consorte).

También fue una lástima que Diana era terriblemente infeliz, una personalidad volátil en un matrimonio signado que usaba los tabloides para promover la idea de que la infidelidad y el desprecio general de su esposo la hacían menos pecadora y más bien agraviada (a pesar de, ella misma, contar con varios amoríos). También estaba preparada para cooperar en secreto con Andrew Morton, un reportero sensacionalista decidido a destapar el terrible matrimonio de los Gales.

El libro de Morton, Diana: una historia real, que incluía sorprendentes relatos de enfermedad mental, intentos de suicidio y adulterio, se publicó en 1992 y causó consternación en el palacio e indignación en el Parlamento. También ocasionó que la pareja anunciara formalmente su separación. Carlos pronto empezó a colaborar con un biógrafo, Jonathan Dimbleby, en un esfuerzo por conseguir el apoyo del público.

Mientras tanto, la hija de la reina, la princesa Ana, una amazona destacada que compitió en las Olimpiadas y se convirtió en incansable promotora de muchas causas de caridad, también tenía un amorío. En 1992 se divorció de su esposo y meses después se casó con el comandante Timothy Laurence, su amante y excaballerizo de la reina.

El príncipe Andrés, el vivaz tercer vástago —apodado “Andresito, el fogoso”— había servido con distinción en la Guerra de las Malvinas y brindado cierta apariencia de jovialidad a una familia seria al casarse con Sarah Ferguson, una pelirroja divertida apodada Fergie. Como Diana, Fergie se rebelaba ante las restricciones de ser una esposa de la realeza. Como Diana, tuvo una serie de amoríos. (¿Alguien de esta gente era fiel a sus parejas?). Luego de que en un tabloide se publicaron fotografías de ella con un novio, ella y Andrés también anunciaron su separación en 1992. (Más tarde ese año habría otras fotografías con un novio distinto).

Resultó que 1992 fue el año en que el Castillo de Windsor, que data del siglo XI y es el castillo ocupado más antiguo del mundo, se prendió en llamas. El incendio acabó por destruir 115 habitaciones, entre ellas nueve salones de Estado y la reparación costó más de 35 millones de libras, la mayoría de los cuales fueron recaudados por la corona con medias que incluyeron, entre otras, cobrar la entrada al Palacio de Buckingham.

La reina Isabel rara vez se quejaba o hacía líos. Así que fue sorprendente cuando abrió una pequeña rendija para atisbar su sombrío ánimo real en un discurso, ahora muy conocido, en el Guildhall de Londres en 1992, año en que celebró cuarenta años en el trono.

Ese año, hasta ese momento, una de sus residencias se había quemado, tres de cuatro hijos se habían separado o divorciado de sus cónyuges, su propia popularidad se tambaleaba y su familia parecía obstinada a caer en la irrelevancia por su comportamiento.

Que la reina usara una suerte de negación doble y luego una frase en latín para resumir su estado de ánimo es señal de su molestia con el sinceramiento emocional.

“1992 no es un año que recordaré con placer absoluto”, dijo en el discurso. “En palabras de uno de mis corresponsales más comprensivos, ha resultado ser un ‘annus horribilis’”.

Se expresó con la misma tristeza al referirse a los comentarios mezquinos dirigidos a su familia y a la monarquía y le rogó a la audiencia que no se precipitaran de inmediato a la desgracia.

“A veces me pregunto cómo juzgarán las futuras generaciones los eventos de este año turbulento”, dijo. Es justo asumir que difícilmente podría haber tenido The Crown en mente cuando añadió: “Me atrevería a decir que la historia tomará una actitud ligeramente más moderada que algunos de los comentaristas contemporáneos”.

Sarah Lyall es una escritora que trabaja para una variedad de secciones, incluidas Deportes, Cultura, Medios e Internacional. Anteriormente fue corresponsal en la oficina de Londres y reportera de las secciones Cultura y Metro. @sarahlyall Television The Crown (TV Program) Royal Families Debicki, Elizabeth Elizabeth II, Queen of Great Britain Charles, Prince of Wales Diana, Princess of Wales Netflix Inc Major, John Great Britain